Rechacé las primeras 473 invitaciones para unirme a Facebook. Me parecía que entre el blog, gmail y el MSN, tenía bastantes canales por donde expresarme.
Pero un día mi hermano, que vive en el exterior, me invitó para que viera las fotos de su familia. Y no se le dice no a un hermano.
Al principio, me lo tomé con calma. Empecé a ser "amiga Facebook" de varias personas, algunas conocidos muy-muy-lejanos, otros mi propia hija. A partir de ese momento nos unió una relación especial, mucho más importante y significativa que la de madre e hija. Éramos amigas Facebook.
Después me di cuenta de que allí podía bucear en mi pasado lejano. Me conecté con gente a la que hacía 25 años que no tenía noticia. Algunos ni siquiera habían sido amigos míos, pero me quedé con la impresión de que a los 40 y algo la vida se torna algo rutinaria y que la aparición de alguien que evoque "cuando éramos jóvenes" es saludada con alegría, independientemente de lo significativa (o no) que haya sido esa persona.
También apareció mi primer novio, que ahora vive pasando un par de continentes. Es divertidísmo hablar con él, ya que 25 años más tarde ya todo presecribió y solo quedan los buenos recuerdos.
Enseguida comencé a poner fotos, a sacarme fotos para poner, a subir videos, a actualizar mi estado, a unirme a grupos, a iniciar un grupo (No me pregunten más si tienen que sacarse la bombacha para hacer un Pap, que pese a su nombre algo informal, es exclusivo para profesionales de la salud), a averiguar qué clase de zapato soy o cuál es mi verdadera edad.
No me quería unir porque ya intuía esto. El problema no es Facebook. El problema soy yo...